“Cuando trataron de callarme, grité.
Cuando me golpearon, contesté.”
Teresa Wilms Montt
Tendría 7 años, era domingo de visita a la casa de la abuela y jugábamos a las escondidas en la calle. Me moría de ganas de poner a prueba mi nuevo escondite: la garita del celador de la esquina. 1, 2, 3, 4, 5… y salí corriendo en esa dirección. Con la emoción del juego y la respiración agitada entré rápidamente mientras le decía al celador que no dijera nada, que me ayudara a esconder. No recuerdo su rostro, ni el tono de su voz, sí las palabras “métase aquí” y quedé situada frente a él, casi a la altura de sus ojos porque estaba sentado. Giré mi cuerpo para ver hacia la calle; yo era tan pequeña que tuve que pararme en punta de pies para poder ver a través del vidrio. A lo lejos, vi que mi primo salía a buscarnos. Me concentré en calcular la distancia que tendría que correr al salir de mi escondite. En esas estaba cuando siento unas manos grandes que me cogen las nalgas y me impulsan en un gesto de elevarme. Su voz dijo algo que nunca recuerdo. Sus manos sosteniendo mi trasero infantil, sus manos que se acomodaban y agarraban mi cola. Ese contacto creó una sensación nueva en mí, una sensación para la que en ese momento no tenía palabras. El juego dejó de suceder detrás del vidrio, la sensación era parecida a la urgencia, al desacomodo, parecida a una advertencia de no poder quedarme ahí. Y eso hice, aunque salí lentamente, la emoción ida y, por supuesto, el primo que me ve de inmediato. ¿Qué fue eso nuevo que sentí? No tenía nombre y seguramente por eso no se lo conté a nadie, pero eso creció conmigo.
Por esa misma época, un hombre aparecía en los recreos cuando estábamos sólo las niñas, se acercaba a las rejas del colegio a mirarnos y mostrarnos su pene erecto y lo que sus manos hacían con él. No sabíamos si mirar o no mirar, si huir o curiosear. Algo inexplicable aparecía en la situación secreta que este invasor creaba y, de nuevo, las palabras que todavía no existían. No le decíamos nada. Tampoco le conté nunca a mi mamá, tal vez porque aún sin entenderlo, este hombre me hacía ¿cómplice?
A escondidas también sucedió por esos años que vi una escena porno, una mujer desnuda y asustada sobre un colchón, amarradas sus extremidades a la patas de la cama y un hombre vestido que caminaba bordeándola, sin prisa, sin decir nada y sin dejar de mirar a la mujer de una forma que yo no reconocía.
Creí que crecer era dejar atrás juegos como el de las escondidas. Seguramente el primo con el que jugaba sí lo hizo, en cambio yo, mujer niña fui encontrándome con nuevas formas del ocultamiento, muchas desde el silencio. Se iba generando una idea nueva sobre el mundo adulto y los hombres en particular, una idea inquietante cargada de claves sexuales, desprovista de verbos y referentes pero cercada por prevenciones casi instintivas.
Luego llegó la adolescencia y con ella lo usual, dicen, el mundo de las hormonas alborotadas, o mejor, la entrada a la inmensa gama de las agresiones sexuales por una única razón… ser mujer. Y eso que a mí me fue bien. Manoseos indeseados en espacios públicos, juzgamientos sobre mi cuerpo femenino, amigos en la travesura de pagar por sexo a mujeres mayores, acosos callejeros, bromas sexuales, un relato sobre una amiga violada llegando a casa del colegio, otro sobre drogar mujeres por diversión, entrenadores de básquet coqueteando con alumnas, lo usual. En este punto, transitar por la calle cambiando de rumbo para evitar a un grupo de hombres era un reflejo sin premeditación. Yo de nuevo jugando al ocultamiento, esta vez usando mi ropa como escondite, una ropa suelta que no atrajera la energía sexual que los hombres adultos descargaban sobre mí. Y a escondidas, también, mi afán por saber lo que era el sexo y tal vez así entender por qué era válido embestirme si mis hormonas y mi deseo no atacaban a nadie. En esos años, no recuerdo una sola conversación sobre el tema, pero de alguna manera eso sin nombre se situaba bruscamente en el primerísimo primer plano de mi cotidianidad.
A lo largo de los veinte y de los treinta, las palabras empezaron a llegar y lenta, len-ta-men-te empecé a ver la narrativa que unía los actos a los silencios. Mientras esto sucedía, las interacciones en la calle fueron volviéndose más descarnadas; mi cuerpo de mujer zigzagueando entre silbidos, pitos de carro, sonidos, insinuaciones verbales, gestuales, pequeñas persecuciones y miradas feroces que recorrían mi cuerpo como si yo invitara a ello. Ante mi reacción defensiva, instintiva, recibí muchas veces un “tranquila, no es para tanto” que buscaba alejar la intimidación con una sonrisa. Pero la acumulación de eso empezaba a ser asfixiante.
Un día, el celador de la garita volvió a aparecer en la portería de un edificio que durante un tiempo visité con frecuencia. Siempre fue displicente en su trato y, por eso, yo no pasaba del saludo. Esa tarde, no quiso anunciar mi llegada, se negó a dejarme entrar aunque mi novio estuviera en casa, esperándome. Le insistí, le exigí que hiciera su trabajo a lo cual reaccionó con empujones. Yo le gritaba enfurecida y él decidió agarrarme -ya no de las nalgas- y golpearme en los muslos y brazos para que me fuera. ¿Por qué reaccionó así? Tal vez le hicieron falta mis sonrisas en cada visita, tal vez quería que hubiera intentado ablandar su dura postura o le fue insoportable que me atreviera a reclamarle. Su fuerza atroz chocando contra mi ira al saber que no hubiera actuado así frente a otro hombre.
Esta impotencia llegó a su límite. El lugar donde los hombres me situaban era aquella vitrina sórida del juicio: cómo tiene las tetas, cómo está vestida, cómo camina, cómo mira, cómo mueve los labios al hablar (no lo que dice) cómo baila, cómo se sienta, cómo se ríe, cómo se emputa, cómo se defiende, cómo se enamora; porque después de amar a un par de hombres me enamoré de una mujer que abrió una fisura en la vidriera y por allí se filtró un amor del que poco se hablaba, el amor entre mujeres. Y por allí también quiere colarse la hostilidad de los hombres -ahora, menores y mayores a mí-, en ese amor que los excluye.
Al fin, eso que estuvo en silencio tanto tiempo tuvo nombre, eso es miedo.
Mi miedo, maduro y silenciado. Hoy soy una mujer de 44 años, leo lo que escribo y me asombro al hilar esta recolección de eventos personales que, al fin y al cabo, no son sólo míos. Crecí asumiendo la alerta como un estado natural que media mi relación con los hombres; crecí aceptando que hay cosas que no se dicen, que la palabra me expone y el silencio me protege; que controvertir el orden del mundo incomoda y causa reacciones violentas; que tengo que ser paciente, comprensiva; crecí conteniendo mi alarido y cuidando sola mis heridas. Allá, afuera, el juego continua 6, 7, 8, 9000… y nosotras seguimos buscando lugares donde refugiarnos del miedo que nos paraliza y enmudece desde niñas. Hoy me niego a heredarle la lección del silencio a otra mujer, prefiero acompañarla, motivarla, escuchar su historia y, así, darle un lugar a su indignación. Por eso escribo, no solo por validar y, a la vez, romper mi miedo mirándolo de frente; escribo porque no estoy sola, porque somos miles las que hoy reclamamos con firmeza,
¿no es para tanto?
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Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Fotografías por @paulakaste