Estas palabras se dicen ahora en voz alta, se escriben, se rompen los tabúes, se
resquebrajan las máscaras de la maternidad.
Adrienne Rich
Yo no quería tener hijos, hijas, mascotas, plantas, nada. Cursaba quinto semestre de Literatura en la Universidad Nacional, en Bogotá. Había tomado la decisión de no tener hijos desde siempre. Y sucedió la vida. Me tapaba la barriga usando ropa ancha. Me negaba. No quería saber nada de bebés. Este mundo, pensaba y pienso, no está hecho para los niños y las niñas. Ya no podía leer sin marearme, me salía de las clases para vomitar. El mundo era una nausea infinita. No podía pasarme el día sin comer, y si comía, también era un problema. No tenía fuerzas. Estaba en una ciudad que no era la mía, sola, con pocos conocidos, sin familia cercana. Vivía en una pensión cerca de la universidad. Una colchoneta, un escritorio, la silla y mi hermosa biblioteca hecha por mi papá con cerca de quinientos libros amados. Envié un correo al que había sido mi compañero informándole que tenía un retraso, y que de confirmar lo temido, había tomado la decisión de no continuar el embarazo. Buscó la forma de comunicarse conmigo por muchos medios, pues no le había dado mi número, estaba en otro país y en esa época no había tantos celulares para ubicar a las personas como ahora. Él estaba feliz. Dijo que era lo mejor que le había pasado. Había salido del país buscando refugio por amenazas a su vida, por sus ideas. Él feliz y lejos, mientras yo buscaba los medios para resolver la situación. El acontecimiento. Lloraba en las noches, lamentaba no haberme cuidado aquella vez. Se arruinarían mis viajes, se complicarían los estudios, no podría leer… sería terrible todo. Un trabajo para toda la vida. No podría. Sentía pena por mí misma. Me había defraudado. Aun peor, sentía vergüenza por mí misma. Recibí una llamada de mi mamá. Estaba en clase de literatura inglesa, salí del salón al pasillo. Ella me felicitaba, decía que sería abuela por primera vez, me daba ánimos, todo se solucionaría. Me dio rabia que él le hubiera dicho, porque la cuestión se estaba “resolviendo”. Una persona intentaba conseguirme lo de las pastillas; ese año pasaba algo en el país en relación con la ley. Era el año 2006. La ley y yo. No dormía bien, no comía bien, no iba bien en la universidad, no encontraba salida. Por insistencia de él, accedí a ir una cita médica para hacerme una ecografía. Presté el dinero. Fui sola. Tenía miedo. Estaba sola. La cita. La imagen típica de la mujer sobre la camilla con la barriga descubierta, el gel, el aparato. Ahí estaba yo, extendida, frente a una mujer que, indicándome que mirara la pantalla con una especie de mancha en blanco y negro, decía algo así como que todo estaba perfecto, mientras un latido distante se escuchaba. Justo en ese momento supe que estaba atrapada. Una cárcel. Eso fueron aquellos meses. Una Casa vacía. Eso era yo. Me dejé llevar, fui a algunas citas médicas, viajé, dejé la universidad, y siguió lo irreversible. Por unos meses me sentí como un animal, viviendo instintivamente. Mi barriga creció de manera moderada. Nada se hinchó, mi cuerpo revivió. Mi cuerpo era el centro de todo. Mi cuerpo era el centro del mundo. Yo sabía que algo se había apagado para siempre. Y al mismo tiempo, empezaba otra cosa que yo no quería ver. Mi cuerpo era una cueva donde crecía una hoguera. Parir. Todo fue muy rápido, con poco dolor; más bien las cosas fluyeron favorablemente. Ese día en mi vientre quedó un vació enorme. Otra vez volvía a ser una casa vacía con miedo, el de las Noches azules, siempre el miedo. Entonces, ya yo no era yo. Ahora éramos dos. Un miedo duplicado. Sara Manuela además de ser un Bultito llorón y tener algo de “cara de india”, -su papá es de familia wayuu- traería más que llanto, otras cosas que yo pronto aprendería a escuchar, a ver y sentir. Pasaron los años. Me olvidé de mí, eso pasó. Todo en mí se hizo lento y en ella rápido, todo en mí se aplazaba y en ella todo era presencia constante, el ahora. El estar ahí. Yo cansancio, culpa, desilusión y espera. Ella era la vida pura. Cerca de sus cuatro o cinco años, no recuerdo bien, algo cambió. Llegó su voz. Una voz definida, un tono concreto. La palabra clara, las ideas, la conversación. Llegó el caminar de la mano, hacer planes, la lectura compartida, las historias, las películas, el juego, las fabulaciones de lo cotidiano, el descubrimiento y el asombro del mundo en la palabra, ese doble sentido infantil. Ese conjugar los verbos, la poesía innata. Llegó el nombrarnos madre e hija. Ser madre, saberse madre, sentirse madre. Redescubrirme como hija. Todo esto ella lo sabe. Diecisiete años. Creció mi niña amada. En su palabra redescubrí la mía. Con su voz encontré mi voz. Con ella volví a leer el mundo. Retomé Mi oficio, el de la lectura, el oficio de los libros, que se había disipado y desdibujado entre cansancios, pañales, llantos, compotas, purés… Mi oficio es la literatura. Ser madre me ha hecho ser mejor lectora. Como si mi mirada se afinara y apuntara hacia cosas que antes no veía. Yo creía –y quería- que mi vida iba a ser la academia, porque la exigencia de mi papá así me formó. En este mundo conciliar academia y maternidad es difícil, menos aún, si se es una mujer joven, pobre, y sola. No soy académica. No soy únicamente madre. Soy lectora. Soy otras cosas, pero mi fuerza vital es mi hija. Ella es el fuego protector. Soy lectora y madre en formación. Sin mi hija y la literatura, sin su voz, sin esas voces, la mía sería una voz rota, quebrantada, débil, silenciada.
Mi hija Sara Manuela Acosta Posada, es la primera de izquierda a derecha en la foto. Marcha a favor del aborto en Barranquilla 2021.
*Las cursivas corresponden a referencias literarias.
Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Fotografía por Anabell P.