Hace algún tiempo fui consciente de que me dolía profundamente la espalda, cuando estuve en terapia para conocer el origen de ese dolor, me preguntaron cuál parte me dolía más, cerré los ojos y sentí como se me tensó la parte derecha del cuello, me recorrió el lado derecho de la espalda y ese ubicó en lo profundo de la misma. Me mencionaron cuatro palabras: padre, masculino, trabajo y pareja; me preguntaron cuál palabra me dolía más, para mi sorpresa todas me dolían igual.
En aquel momento sentí un profundo sentimiento de injusticia, que me tensó la mandíbula y se me formó un nudo en la garganta, no quería llorar ni tampoco gritar, simplemente estaba paralizada. Salí de allí muy cansada.
Con el pasar de los días fui entendiendo, como nunca antes, de que me dolía el masculino, que estaba enojada y que tenía derecho a estarlo. Empecé a sentirme menos culpable y más perceptiva. Invoqué mi memoria para darme cuenta que yo había sido una mujer de paso lento, de hombros encogidos, de mirada hacia el suelo, de boca cerrada y de alma vacilante.
De repente empecé a ver con total claridad lo que antes había estado nublado, eso que me enojaba, pero no entendía con exactitud porqué. Sí, había tenido que pelear con un hombre desde mi nacimiento, por ganarme un espacio en este mundo, donde las mujeres somos la mitad, pero aun así tenemos que pedir permiso para existir.
Decían, a los hombres no se les falta el respeto, pero ¿y si ese hombre no me respetaba a mí? pues no importa porque ahora todo es diferente, porque todos somos iguales, ahora somos la gran comunidad humana. Pero no, con cada etapa la figura masculina cambia, sino es el padre, es el hermano, el vecino, el compañero de clase, el novio o tu jefe.
Esa estructura a la que llamamos patriarcado que siglo a siglo busca las formas de escabullirse, que siempre se transforma pero que jamás desaparece. La estaba sintiendo, la estoy sintiendo y me susurra de vez en cuando no los mires, baja la cabeza, agacha la mirada.
Pero, ¿cómo no mirarlos de frente?, ¿cómo evitar la mirada con estos ojos tan grandes?, ¿cómo no sentir la injusticia por dentro? Es imposible no ver el miedo, la angustia, el dolor, la vergüenza y la culpa en los rostros femeninos.
Por eso un día me atreví, y sí, vi a los ojos a un hombre durante una hora, sin pestañear, sin quitarle la mirada ni un segundo, con la seguridad de quien no se arrepiente en lo absoluto. Lo peor no fue que me atreví a criticarle, en realidad fue el hecho de que me le quedé mirando fijamente sin algún atisbo de miedo. Esa pequeña gran victoria que también la sienten aquellas mujeres que se atreven a desafiar las miradas que intimidan, que callan y que buscan menospreciar a quienes tienen la osadía de levantar la vista para decir basta.
Parece un acto minúsculo, pero en sí es una acción de rebeldía, mirar de frente es para valientes porque siempre se nos ha enseñado a mirar al suelo para hacernos sentir pequeñitas e inferiores. Así que sí, sí, a los hombres hay que mirarlos a los ojos, y te aseguro que a más de uno le causará temor, porque no hay nada más retador que la mirada de una mujer que siente que ya no tiene miedo.
Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Foto: por Ana Ballesta