Hace unos días hablando con una mujer con más añitos que yo, entre charla y charla le comenté que una buena amiga me pidió que escribiera algo para ser publicado en su sitio. Esta mujer me preguntó si ella podía participar, le respondí afirmativamente y se quedó un rato con la mirada suspendida no sé dónde y sonrió. Al romper el silencio me dijo que quería escribir su historia, la escribiría a mano porque los computadores y ella no eran buenos amigos, además me pidió que se la pase a mi buena amiga para hacerla pública. Con gusto acepté.
Siete días después llegó a mis manos un sobre con unas hojas escritas a mano que albergaba entre sus líneas una historia, una vida y en lo que a mí respecta: “un tesoro” que hoy abriré ante tus ojos. Tómalo, es de ella, es mío y a partir de ahora, tuyo también.
Mi amiga, la profe Ely, me comentó que hay un lugar donde las mujeres publican lo que escriben, ya sea de sus vidas o de algún tema en particular, yo quisiera hablarles de un tema que por fortuna ya no es tan común en estos tiempos, pero que en los míos era regla de oro, este tema que de paso atraviesa como flecha de fuego mi vida, es sobre la “mujer sumisa”.
Ya tengo un poco más de 80 años o un poco menos, soy una mujer muy adulta, lo que los jóvenes llaman “una anciana”. Les dije mi edad, mas no les diré mi nombre, pueden llamarme “Anónima”. Tampoco mencionaré mi apellido, el cual desde que me hicieron casar ya no lo uso pues fue reemplazado por un “De”. No se imaginan la alegría que sentí cuando la profe me comentó que hace años ya no se cumple con eso, la mujer que se casa conserva su apellido. La sensación fue semejante a la que sintieron las mujeres cuando se enteraron que podían ir a las urnas a votar ¡Ay qué avance tan grande para la humanidad y que bofetada tan fuerte para la sumisión femenina!
Como les decía: me hicieron casar, esto pasó cuando tenía quince años; no juzgo a mis padres, ellos decían que merecía una mejor vida sin tanta pobreza. La patrona de mi madre nos mantenía a todos: mis padres, dos hermanos menores y a mí. Ella fue quien me ayudó a terminar la primaria, pues ese privilegio, el de estudiar, tampoco era dado para las mujeres de mi época y menos si eran pobres como yo. La ventaja que yo tenía y no sé si ventaja sea el término correcto, era que para todos los demás yo era muy bonita “de cara y de cuerpo”. Justo esa belleza fue la que llevó al hijo de la patrona, quien me doblaba en edad, a enamorarse de mí y llevarme hasta el altar sin que yo pudiera decir “sí” o “no”. No recuerdo que en algún momento me hayan preguntado, solo obedecí y acaté ordenes como la mujer sumisa que debía de ser.
Don Javier, mi esposo, no era un mal hombre, era generoso y servicial, ayudaba mucho a mi padre, quien apenas me dirigía la palabra. Alguna vez escuché que mi padre se decepcionó cuando nací porque él esperaba un hijo varón. Antes de la boda, mi padre hizo una reunión con la familia de don Javier; mientras ellos estaban reunidos, mi madre me enseñaba cosas que a decir verdad no entendía. Recuerdo que cuando entré a la sala a servir los hervidos, unos vecinos a quienes llamaban como “los testigos”, discutían con don Javier sobre el tiempo de espera y le decían que debía firmar ese papel al término de un año o de otro modo no se efectuaría la ceremonia de boda. Es lo justo, decían ellos y mi padre confirmaba ese argumento.
Mi madre me explicó que habían tomado la decisión de que don Javier y yo viviríamos en otro pueblo mientras las aguas se calmaban, me decía que la gente murmuraba y criticaba sin saber cómo era el asunto, me dijo además que no me asustara por nada, que ya habían firmado un documento para que don Javier me respetara por un año, hasta que cumpla los dieciséis para poder consumar el matrimonio, si no cumplía yo debía informarles a ellos para que él pague el precio acordado. Mientras mi madre me seguía dando instrucciones sobre mi futura vida, yo solo pensaba en lo cruel que era ser bonita y pobre a la vez, pues no era tan ignorante como para no darme cuenta de que me estaban vendiendo y que, sumado a eso, debía estar agradecida por la gran oportunidad. Yo no quería esa oportunidad y tampoco quería ser bonita, yo solo quería ser “yo”: una adolescente a quien el amor le llegó de golpe poco antes de cumplir sus quince primaveras.
Me enamoré perdidamente de un muchachito igual a mí, unos meses antes de ser sentenciada al sagrado matrimonio. Parece que fue ayer, yo no sé cómo será eso del amor ahora, pero en mis tiempos una se enamoraba una vez y para siempre, en mi caso el amor verdadero fue, es y será solo el primero. Lo conocí en un campeonato de fútbol, llegaron a mi pueblo equipos de otros lugares, yo estaba con mi vecina de dieciséis años vendiendo empanadas que la patrona le mandó a hacer a mi madre y ella a mí a venderlas. Iba yo por un pasillo cuando mis ojos se encontraron de frente con los suyos y el mundo entero se detuvo, sentí que el corazón se me subió a la garganta y hasta se me olvidó como respirar, seguido sentí como mis mejillas comenzaron a arder y lo único que se me ocurrió fue echar a correr como la cenicienta que salió apurada de la pista de baile antes de que el reloj marqué la media noche, dejando a su príncipe además de su corazón, su zapatilla de cristal. En mi caso lo que dejé en el camino fue unas empanadas tiradas en el suelo que, con el movimiento tan brusco de mi alocada carrera, salieron volando de la canastilla, razón por la cual esa misma noche me castigaron con el rejo doble.
Esa noche no dormí, daba vueltas en mi cama pensando en sus ojos y el microsegundo donde apenas pude observar su sonrisa. Al día siguiente tuve que implorar casi de rodillas a mi madre para que me dejara volver a las canchas de la escuela a vender las empanadas, prometí por todos los santos, hasta por los que no existían que no iba a arruinar el bolsillo de la patrona. Yo solo quería volverlo a ver y eso me haría feliz, pero el destino me tenía preparado un premio mucho mejor antes de ser sometida a la prisión sin cárcel.
Cuando los equipos se reunían alrededor de las canchas, yo tomé la decisión de entrar por la parte de atrás de la escuela para llegar a la parte alta del lugar y así poder buscarlo con mayor facilidad entre la multitud. Comencé mi viaje y justo a medio camino me encontré con el objetivo, quien había trazado el mismo plan. Las piernas me temblaban, él me tomó de la mano antes de que comenzara a correr, me dijo su nombre y preguntó por el mío, casi tartamudeando le dije mi largo y extenso nombre, entonces sonrió, mis mejillas volvieron a tomar color rojizo, sin embargo, también le sonreí, luego me dijo las cosas más lindas que he escuchado: “usted me gusta” y acto seguido me besó. Quedé paralizada, vuelta un ocho como decía mi madre, luego me abrazó y yo muerta del miedo también lo abracé. Sin dejar de abrazarme me dijo: tengo quince y ¿usted?, yo también, respondí. No era verdad. Escuchamos unos pasos, ahora quien echó a correr fue él: la busco mañana, me susurró mientras se alejaba.
Me olvidé del propósito de vender todas las empanadas, así que esa noche me volvieron a castigar. Como era de esperarse, al día siguiente no me dejaron salir a vender ni a nada y por más que rogué e imploré a mi madre y luego a la patrona, no logré convencerlas. Esa noche lloré, pues aún sonaban en mis oídos la frase “mañana la busco”; todavía la escucho y se me eriza la piel. Tampoco me dejaron salir lo que duró el evento deportivo, yo era demasiado sumisa como para tener el coraje de escaparme a las canchas. Así que no lo volví a ver, me quedé con su nombre, su beso, su abrazo y él se quedó con mi corazón.
Cumplí mis quince a mitad de año, no hubo fiesta, ese día y los que siguieron fueron dedicados a los preparativos y al esmero de mi madre y la patrona por enseñarme todo lo que una “buena mujer” debe saber. Tenía solo un mes para volverme toda una señora, señora de quince años ¡vaya ironía!
El día más feliz en la vida de toda mujer en aquella época llegó, yo solo me quería morir, no quería casarme, pero no tenía más opción que obedecer. A nadie le podía decir cómo me sentía, nadie estaba de mi lado para defenderme y apoyarme para poner resistencia a ese acontecimiento que cerraría las puertas a cualquier esperanza de felicidad o libertad, esta última era una palabra lejana que carecía de significado para mí. Fue en un momento de corre, corre de todos que logré tomar un cuaderno de mi paso por la escuela, un esfero y me encerré en el baño a escribir. Lloré allí entre líneas todo mi dolor, todo mi miedo y todo mi amor. Ese día encontré en el acto de escribir un conducto de escape.
Mientras se efectuaba la ceremonia en la iglesia, los empleados de la patrona llevaron mis cosas y las de don Javier al pueblo donde viviríamos, después de la boda y la recepción en el salón comunal nos llevaron directamente al otro pueblo. No sentí el camino, don Javier me dijo que al llegar a la casa donde íbamos a vivir me desmayé. Dijo que seguramente se debía al cansancio, él y yo sabíamos muy bien que ese no era el motivo. Me llevó hasta mi habitación, allí estaba mi maleta, yo temblaba de miedo, jamás en mi vida había sentido tanto pánico. Solo allí comprendí, a mis escasos quince años, que mi vida no era mía, nunca lo había sido, antes era de mis padres a quienes obedecí y ahora le pertenecía a un hombre que me compró. Me dijo que no debía preocuparme, que él respetaría su palabra y su trato de no tocarme ni hacerme daño, que con el tiempo yo llegaría a amarlo, que así funcionaban los tiempos del amor y que me iba a esperar, qué curioso e irónico sonaba eso, pues yo no quería absolutamente nada de lo que estaba pasando.
Pensé que la única forma que tenía para consolar mi corazón y de alguna manera cobrar venganza era hacer todo lo humanamente posible para no darle hijos a don Javier y por ende nietos a la Patrona. Busqué la manera de evitar ese suceso y por suerte encontré una cartilla de remedios caseros que indicaban como el agua con vinagre blanco ayudaba a no embarazarse; también encontré que la alcanforina me ayudaría más adelante a evitar ciertas cosas que me harían más llevadera esta vida de pena y amargura. Deben saber estimadas y estimados lectores que sí lo logré, nunca me embaracé. Ahora veo que el dolor más grande me lo causé yo misma porque en mis afanes de ganar, aunque fuese una en medio de tantas perdidas, me arranqué con mis propias manos la dicha de ser madre, es decir que en este orden de ideas todos tres perdimos la guerra.
El hombre con el que fui obligada a contraer matrimonio cumplió con el acuerdo. Confieso que en ningún momento trató de propasarse conmigo durante todo ese año, pero sí aprovechaba cuando le servía la cena para rozar sus manos sutilmente con las mías, me miraba con anhelos de encontrar en mis ojos un poco de afecto y me sonreía mientras intentaba alagarme con sus palabras. Su intención siempre fue enamorarme, quizá para sentirse menos culpable, no niego que en algún momento llegué a sentir algo de lástima por él, sin embargo, prevalecía mi desprecio hacia él y hacia su madre, por haberme arruinado la vida.
El día tan temible llegó. Don Javier llegó a la casa pasadas las seis de la tarde, me llevó unas rosas rojas, pensé tantas cosas malas mientras le servía la cena, pero sabía que no sería capaz de hacerlas. Don Javier fue a mi cuarto y al verlo solo comencé a llorar y a suplicarle que por favor espere un poco más, la respuesta fue negativa, dijo que aunque quisiera complacerme, no se sentía capaz de hacerlo, había esperado un año completo y había sido muy difícil para él soportar ese tiempo, que solo su palabra a mis padres y testigos y el profundo amor que sentía hacia mí lo habían mantenido fuerte y paciente.
No sé cómo detallar los acontecimientos de esa noche sin que se me nublen los ojos, sin que sienta a este cansado corazón agitarse y nuevamente desgarrarse, recuerdo cada pequeño y minúsculo detalle de esa terrible noche; escribirlo es vivirlo de nuevo, por eso solo les diré que fue realmente devastador; fui violada, abusada, violentada por un hombre que desde el amor comenzó a desnudarme con ternura y que poco después, envuelto en un infernal deseo reprimido, terminó por poseerme como si fuese un animal salvaje. Recuerdo que me desmayé como sucedió el día que me casé, solo que esta vez el dolor era mil veces peor. Cuando desperté el hombre acariciaba mis cabellos triunfante, victorioso, satisfecho de haber cumplido su palabra y haber obtenido su premio, él acababa de convertirse en el primer hombre que poseía mi cuerpo, aunque jamás mi corazón. Nunca supo que no fue dueño de mi primer beso, mi primer y único beso de amor.
Al día siguiente llegaron mis padres, yo me encontraba tirada en la cama con la mirada perdida. Mi madre me bañó, me peinó, arregló la cama manchada de sangre, donde la noche anterior había ocurrido un asesinato a la dignidad, inocencia y felicidad de una adolescente; asesinato que estaba bajo consentimiento de sus padres, aceptado por la iglesia y legalmente aprobado por la ley.
Mi madre lloró, por primera vez en mi vida la veía llorar, la escuché decirme: Hija mía, tú has tenido mayor suerte que yo. No entendí por qué decía eso y tampoco me importaba entenderlo, lo único que quería en ese momento era dejar de escuchar, dejar de ver, dejar de sentir y dejar de existir. Un poco más tarde entró mi padre a la habitación, a lo lejos escuché cuando dijo: Ese muchachito forastero volvió al pueblo buscando a la muchacha vendedora de empanadas, voy a preguntar a mi compadre si es que anda merodeando por su hija, porque si es por la mía, se deben quedar un tiempo más en este pueblo, no quiero alborotar el avispero con los patrones. Justo después de esa frase volví a sentir a mi corazón latir, suspiré profundamente y las fuentes de mis ojos se volvieron a abrir, en ese momento entendí lo que significa “sentimientos encontrados”, no existía ninguna esperanza para los dos, pero sí había amor, amor por parte de los dos. Quizá podría sobrevivir con esta poderosísima verdad.
El tiempo fue pasando, seguimos viviendo en esa casa, que era mi prisión, las noches de terror se repitieron, pero como animalito que evoluciona, poco a poco, de dolor en dolor me fui adaptando a la situación. Me encerraba en el baño y escribía, escribía mucho, derramaba mi sufrimiento y amargura entre lágrimas y letras. Le pedí a don Javier libros de lo que fuera, leer me sacaba de mi mundo, el círculo invisible que se forma alrededor de la literatura es, en definitiva, maravilloso.
Las cosas comenzaron a cambiar un poco cuando ya había cumplido veinte años, don Javier frustrado y enojado con la vida porque no lograba tener herederos, comenzó a buscar consuelo en otras mujeres, se volvió menos atento, menos presente y para mi menos despreciable, tenía esperanzas de que quizás en los brazos de otra mujer encontraría el amor y los hijos que yo no le iba a dar, deseaba con todas mis fuerzas que me abandonara, aunque en mis tiempos una mujer abandonada era tanto o peor que una solterona; ya tenía en mi frente el título de” estéril” y eso era una tortura para nuestras familias, solo yo en mis adentros gozaba de esa pequeña victoria.
No sucedió nada de aquello que anhelé, no fui abandonada o liberada de Don Javier.
Hoy, a mis ochenta y tantos años, sigo siendo una mujer casada con un anciano a quien cuido en casa, que ya está cercano a cumplir un siglo de vida y se aferra a ella de una manera asombrosa. Por mi parte sigo recordando a mi primer amor como si fuera ayer, aunque nunca más lo volví a ver. La patrona ya se fue de esta tierra, también mis padres, quienes murieron creyendo que hicieron bien, que acabaron con mi pobreza al casarme con don Javier, así fue como les hice creer. De vez en cuando hablo con mis hermanos, pero siempre los ayudo para que vivan bien, sigo en completo contacto y cercanía con mi sobrina a quien cuido o quizá ya sea ella la que cuida de mí. Nunca le conté esta historia, ahora ya se enterará. Don Javier tuvo dos hijos en su vida de aventuras, pero hemos acordado y firmado que, al morir, la mayor parte de lo que poseemos será para la hija que nunca tuve, mi sobrina.
Antes de terminar vuelvo y les digo que me alegra estar viva y poder ver cómo las mujeres luchan por hacer valer sus derechos, tomando papeles importantes en la sociedad. Me alegra que mis ojos ven a una mujer de procedencia humilde sentada en los altos mandos del poder. Yo como anciana no pierdo oportunidad para aconsejarles que ¡vivan al máximo! amen, ámense con intensidad, empodérense de la vida, aprovechen las oportunidades, háganlo por ustedes y por todas esas mujeres que tiempo atrás no pudimos ser. Si la casualidad no llega, hagan que suceda, recuerden la historia de esta mujer sin nombre, de esta mujer anónima y de su primer amor, que, aunque nacieron para quererse, no se pudieron tener, quizás este sea el final o tal vez solo sea el comienzo de la historia de una mujer de la tercera edad.
Gracias por leerme, les quiere: la mujer Anónima.
Bajo Licencia Creative Commons / Adaptado y publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Fotografía destacada por Maíz Rios