En 1902 el médico estadounidense Edmund Morse Pond patentó tampones medicados que contenían opio, belladonna y beleño, tres de las plantas que hacen parte de los ungüentos aplicados por las brujas en varias partes del cuerpo, incluyendo la vulva, para volar. Lo que a inicios del siglo XX fue aclamado por la ciencia como un avance en la medicina para aliviar los dolores propios de la mujer, cien años antes fue motivo de tortura y ejecución en ese mismo país, sobre todo si era ofrecido por una mujer a sus congéneres.
El uso de estas y otras plantas pertenecientes al «camino del veneno» o poison path, cuya maestría yace en conocer la dosis correcta de substancias provenientes de nuestra Madre Natura para dar conocimiento, placer, traer alivio o muerte, ha sido castigado o elogiado según la fuente que haya nutrido su origen, el nombre bajo el cual este savoir faire (saber hacer) sea puesto en práctica y el encaje ritual o científico que le adorne.
Podría refutar que cuando las mujeres hemos sido soberanas de nuestras vulvas, eligiendo por conocimiento propio las plantas y medicinas que en ellas ungimos buscando éxtasis o sanación, nos han quemado o, en el mejor de los casos, acusado de custodiar mórbidos secretos. Sin embargo, más allá de la encarnizada historia y el argumento de la legitimidad, es evidente que siempre conocimos las puertas de nuestros cuerpos y, con o sin patente, buscamos la toxicidad que aligera y embriaga nuestro paso por la tierra.
Hace algunos años, luego de un aborto que me llevó a conocer el frío de la muerte, fue la Cannabis sativa quien me acompañó en el duelo y manejo del desgarre físico y emocional. Mucho antes del «boom cannábico» que hoy vivimos, esta planta ha hecho presencia en altares y boticas. En India es conocida como Ganja y fue un regalo de la diosa Parvati para su consorte Shiva, quien ahora la custodia. En China, su presencia, bajo el nombre Ma, es anterior a la historia escrita. Actualmente, es una planta cuyo potencial es investigado con el respaldo del vademécum alópata, y que sin pudor o superstición ha sido desmembrada para preservar únicamente los escasos componentes que permiten que las farmacéuticas puedan seguir facturando, inmersas en esta “ola de medicina verde” actual.
Para apaciguar cualquier prevención entre mis lectores me permito aclarar que no pretendo quitarle méritos a los avances de la ciencia occidental en su materia médica. Me gustaría más bien abordar el tema de la composición pluridimensional de la medicina que estamos dejando de lado al enfocarnos en el componente aislado: durante milenios, las plantas estando en el núcleo de cosmovisiones atávicas y saberes populares han sido guías para el aprendizaje, compañeras para atravesar desdichas, curar dolencias e invocar el éxtasis divino. Al descuartizar la planta molecular o culturalmente, alejando la química del espíritu y el mito, para quedarnos con sólo un pequeño fragmento patentable, estamos desechando el ecosistema de manifestaciones vitales que dan sentido, poder y potencia al vínculo con la medicina.
A su vez, cuando este conocimiento ha sido arrancado de la custodia de las mujeres (madres, parteras, médicas, curanderas) con el pretexto de acabar con las artes oscuras de la brujería, estos saberes fueron amputados de las manifestaciones vitales que dan sentido, poder y potencia a la vida: ¿Quién si no una mujer que sabe pararse en el umbral de la vida y la muerte para parir? ¿Quién si no una mujer que sabe entregar su sangre a la vida para traer más vida?
Quizás sea el momento de reintegrar todas las formas de conocimiento que con el tiempo hemos destilado como humanidad; que las ciencias antiguas incorporen lo que la ciencia moderna ha adelantado, que nos relacionemos con las plantas en su pluridimensionalidad y ecosistema para que así mismo, las artes propias de las mujeres florezcan por doquier sobre la Tierra, que sus custodias sean nombradas y honradas. Que nuevamente recuperemos los caminos hacia el éxtasis que cura.
Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Foto: Sheela-na-gig. Kilpeck, Inglaterra. POLIPHILO/CC0