El sol casi alcanzando su punto más alto, el auto rebosado de calor, la ciudad movilizada entera con las tareas cotidianas: una gran autopista. A lo lejos Canaán, una montaña gigante que con la distancia se ve chispeada de casas pequeñitas.
Después una hora de andar a más de 80 km/h sobre la Route Nationale # 1 y de ver, a nuestro paso, todo tipo de vehículos que en el afán desaforado que caracteriza a esta ruta y acompañados de un continuado toque de bocinas, casi se nos venían encima con la necesidad de pasar, con un giro a la derecha y como por arte de magia, resultamos en una calle silenciosa y destapada que poco a poco nos alejó de las frenéticas calles de Puerto Príncipe y nos adentró al barrio entre salto y salto. Un delgado manto de tierra se generó dentro de la camioneta por el estado de las calles y por las nubes de polvo que dejábamos a nuestro paso.
Canaán, junto con Jerusalem y ONAville –las grandes zonas entre las que se divide la montaña, vienen siendo el asentamiento temporal designado para las miles de familias afectadas por el terremoto que azotó a Haití en enero del 2010 y que, con el tiempo, se han ido convirtiendo en su hogar, pues aún, cuatro años después, no han sido reubicadas, los planes gubernamentales para mejorar sus condiciones aún se están diseñando y la zona rápidamente se ha ido volviendo una zona de desplazamiento permanente, ya que su cercanía con la ciudad, estimula la migración.
Pasamos varias cuadras y varias calles anchas, algunas con nombres, otras apenas señalizadas. En el camino, cruzamos una que otra persona con su andar pausado, algunas mujeres con canastos en la cabeza ofreciendo mercadería y otras sentadas en algunas sombras con sus canastos reposando en el suelo tapados con un trapo, vendiendo los productos más comunes a esa hora del día: bannann, pen ak mamba y ze bouyi.
Me quedé con esta imagen por un segundo en mi mente y pensé que, de estar caminando a la oficina, pararía en una de las esquinas en donde suele estar una madam con su canasto, para desayunar eso que hasta el momento se había convertido en mi plato favorito: banano, pan con mamba – una especie de mantequilla de maní especiada típica del país que, por su alto contenido nutricional, ha sido uno de los alimentos bandera para combatir la desnutrición infantil -, y huevos cocidos, de preferencia con sal.
Hasta el momento, no sé si lo que me deslumbraba de esa rutina era la combinación de sabores de este banquete o la manera, casi de ritual, en la que la madam preparaba sus productos: el banano lo lavaba bien con un poco de agua que llevaba en un bidón pequeño y luego, con su afilado cuchillo, le cortaba cada uno de los extremos; acto seguido, tomaba un pan de su canasto y lo cortaba al medio y si el pedido era con mamba, sumergía su cuchillo en la pastosa mantequilla, agarraba una buena cantidad, la esparcía de forma muy pareja sobre cada tajada y luego las juntaba. Finalmente, tomaba un huevo de otro recipiente, con su cuchillo le daba un golpecito a la cáscara y, con sus finos y largos dedos comenzaba a pelarlo de manera muy atenta y minuciosa, cuidando que no quedara ninguna cascarita; la pregunta final cerraba el ritual: “¿eske ou vle sèl?”, a lo que, dependiendo de la respuesta del comprador, ella espolvoreaba un poco de sal sobre el huevo, lo ponía en una bolsita y entregaba el pedido, todo eso por la módica suma de 10 gourdas.
La camioneta pegó un salto y yo regresé de mi pequeño viaje al ritual mañanero. Una de mis compañeras anunció que ya estábamos llegando y, al girar mi cabeza, ví que nos detuvimos frente a un portón grande y pesado de color bordó. María Paz, otra de las chicas, descendió del vehículo y tocó la puerta, minutos después, se escuchó el ruido de un candado y unas cadenas y el portón se empezó a deslizar hacia la derecha, detrás estaba la Hermana Dinah, directora de la Escuela a la cual llegamos.
Entramos, estacionamos la camioneta y descendimos.
Me estiré y me peiné las sofocantes rastas que, para el momento, estaban ásperas de tanto polvo, levanté la mirada y ví un terreno amplio y abierto, con pequeñas edificaciones de colores a su alrededor y un patio grande en el centro en donde estaba ubicada, entre el piso de tierra y pequeñas piedras, una cancha de fútbol donde una veintena de niños y niñas corrían y saltaban.
Fue ahí, en las faldas de esa gran montaña y frente a una de estas edificaciones de colores naranja y amarillo, donde conocí a esta pequeña niña con pocos dientes y un lindo, blanco y glamuroso vestido con flores azules que contrastaba con su piel. Ya la había visto a lo lejos, pues era la única entre sus compañeros y compañeras, que tenía un atuendo distinto a la camisa rosada y el overall a cuadros azules y blancos que tenian todos, además estaba sola deambulando cerca de los salones y observaba desde afuera lo que pasaba en la cancha.
Poco a poco, mientras escuchábamos a la Hermana Dinah, con el sol encima de nuestras cabezas y el sudor comenzando a poner pegajoso todo, mis pasos se fueron acercando a donde estaba la niña con el elegante atuendo. De vez en cuando nos mirábamos con curiosidad pero sin detenernos mucho en la otra, ella me sonreía tímidamente con sus manos a veces en la cara, otras veces detrás de su espalda, yo también le sonreía con los ojos llenos de intriga.
Luego de un largo tiempo sosteniéndonos las miradas y jugando a las risitas, me lancé a saludarla. Me atreví a decirle ‘bonjou’ a lo que ella, moviendo su cuerpo de lado a lado y lanzando una risa tímida, se animó a levantar su mano y moviendo sus deditos de arriba a abajo, me respondió con una delgada voz: ‘bonjou’. Acto seguido, empezó a dirigirse lentamente hacia mi con una mirada directa, curiosa y rebosante de preguntas que desembocaron todas en un jalón notable y suave a una de mis ásperas y polvorientas rastas.
De repente escuché “¿kouman li rele?, ¿sa a se cheve ou?”, y en mi muy precario manejo del idioma le respondí que se llaman rastas y que sí, que era mi pelo. Roto este hielo, me atreví, con mi trabado kreyòl a preguntarle: “¿eske ou renmen?” y ella respondió asintiendo con la cabeza, afirmando que le gustaban.
Entonces le pregunté “¿kouman ou rele?”, ella me respondió, ahora con una voz un poco más gruesa y enérgica: “Malaika”, “se yon bel nom”, le dije, porque sí, me pareció un nombre bellísimo que hacía un lindo juego con su carita sonriente y su vestido florido; “mwen rele Diana”, le dije, ella sonrió.
Sus manos nunca dejaron de acompañar esta conversación. Yo era la modelo para varios de los peinados que guardaba en su imaginación hasta que, entre jalón y jalón, sentí un pequeño punzón en la parte superior de mi espalda que vino seguido de un “¿ki se sa a?”. Volteé a mirar a Malaika mientras me llevé la mano a donde ella me había tocado señalándome lo que supuse que le había llamado la atención: un tatuaje de un elefante comiendose a una boa que hace parte de una de las primeras páginas de “El Principito”.
Le respondí expectante: “¿ki sa a ou panse?”, ella se quedó callada un momento, con una actitud dubitativa, después me dijo: “se yon chapo”, su respuesta me produjo algo de sorpresa porque nunca pensé que alguien fuera a decir alguna vez que era un sombrero. Le pedí que mirara de nuevo y le pregunté si veía algún animal. Después de un pequeño rato de mirar con los ojos y con los dedos, porque no dejaba de pasarlos y repasarlos como buscando que se borrara, me dice: “mwen gade yon koulèv”, asentí, había una culebra en el dibujo.
Lentamente, entre los peinados, los tatuajes, su voz cada vez más decidida y mi kreyòl lento y tartamudo, armamos un universo de complicidad en el que, a través de miradas, juegos de manos, palabras gesticuladas con todo tipo de muecas o garabateadas en el piso rojo y cubierto de polvo e incluso algunos silencios compartidos, nos acercamos los mundos. Ella, que ya había perdido toda timidez, con cada movimiento, me mostraba su lugar. A partir de todo lo que me señalaba, me iba abriendo la puerta no sólo a nuevas palabras sino que también, como haciéndome un dibujo, me iba sumergiendo en su mundo escolar.
Hasta que me llevó, como de la mano, a su fiesta cotidiana. Subí mi mirada y allí estaba ella con sus ojos fijos en lo que pasaba en la cancha, señalaba a lo lejos, por momentos se reía y otros aplaudía. Dirigí mi cabeza donde al parecer estaba todo el rock ‘n roll: un partidazo de fútbol donde todos y todas se celebraban todo.
Me sumergí entonces en la situación que ocurría en la mitad del patio. La veintena de niños y niñas estaban ahora parados uno detrás del otro formando dos filas, frente a ellos, junto a un arco improvisado, dos niños que hacían de arqueros y en el medio, el profesor con un silbato en la boca que acompañaba las instrucciones emanadas con su voz grave, en su cuello colgando un cronómetro y en sus manos varias tarjetas verdes.
Balón en el centro, silencio en la cancha, uno de los arqueros se puso en posición, el profesor levantó sus manos, todos lo miramos atentamente e inmediatamente después de gritar con su grave voz: “atansyon, pare, ale”, sonó el silbato y una niña que estaba de primera en una de las filas salió corriendo hacia el balón, dando pasos largos con sus cortas piernas y moviendo los brazos al ritmo de su cuerpo, levantó su pierna izquierda y pateó con fuerza.
El balón voló, todos lo seguimos con la cabeza hasta que entró en el arco. Mientras el arquero continuó la trayectoria, el silencio se rompió como un cristal al son de los gritos de todos los niños y todas las niñas de la cancha, se desmoronaron los equipos, el gol de un grupo lo celebraron todos; miré a Malaika y me sonreí con sorpresa, me cautivó la idea del triunfo colectivo.
Volví a mirar a la cancha, ahora estaban todos revueltos y dispersos y el profesor, acompañado de su voz, su silbato y movimientos ágiles, estaba organizando lo que parecía ser un partido final. Esta vez otro detalle atrajo mi atención, pues a la admiración que desde el primer día que pise el país me produjo la elegancia y pulcritud de todos los atuendos de toda la gente, se sumó el que con esa misma elegancia –a veces incómoda, valga decir-, los niños y las niñas estuvieran jugando en medio de una cancha llena de polvo.
Entonces mi mirada se comenzó a fijar en los brillantes, pequeños y puntiagudos zapatos de algunos niños y el charol y las medias blancas de encaje de algunas niñas y algunas chancletas y el balón y las piedras y el polvo y uno que otro pie descalzo, uno que otro pequeño y ágil pie descalzo que rápidamente maniobraba, levantando la tierra para quitar el balón.
Los pies se iban moviendo rápido entre gritos y silbatos y mientras mis ojos intentaban acompañar el baile de la pelota que por momentos se perdía entre talones y nubarrones de polvo, mi cabeza se fijaba en el calor inmóvil de la tarde; en el cuello espolvoreado de talco blanco de algunos niños y niñas que horas antes les había sido puesto en sus casas para contrarrestar el sudor; en los pies calzados y en los pies descalzos: ¿no les apretarán los zapatos o se les sofocarán los pies?, ¿no se les clavarán las piedras en las plantas?, ¿alguno se habrá cortado alguna vez?
Entre la concentración y la emoción, parecía ser que ninguno de esos detalles importaba, el centro del patio estaba chispeado por un carnaval de sonrisas y manitas alzadas celebrando, algunos choques de manos, algunos saltos, uno que otro eufórico grito, el pitazo final: todos los niños y todas las niñas formaron un círculo mientras el profesor ubicaba en el centro un tambor que minutos después, con sus gruesas manos, comenzó a tocar con ritmos intermitentes que marcaban el tiempo en que los jugadores iban haciendo sus estiramientos.
Nos descubrí a Malaika y a mi en silencio, mientras nuestros cuerpos dejaban ver un ligero y casi imperceptible movimiento al ritmo del tambor. El revolotear de las manos tocando el instrumento y los brazos y piernas de los jugadores estiradas a su ritmo, se mezclaba con el rebotar de nuestras pupilas fijas en aquel cierre de juego que terminó con dos filas enfrentadas y cada uno de los y las jugadoras pasando a saludarse con un estrechón de manos y un abrazo. Por último, todas las manos al centro y un solo grito que las desparrama hacia el cielo.
Se acabó el juego y con un llamado de mis compañeras se acabó la visita.
Malaika y yo seguíamos en medio de toda la gente como tratando de despertar de un sueño: a ella se le veía la cara de emoción de recibir a sus compañeros y compañeras triunfantes, a mi se me iluminaba de no creer que había pasado gran parte de mi día en un espacio repleto de niños siendo niños y disfrutando de serlo en un contexto en donde ese límite es tan delgado.
Hice una seña de espera a la gente que estaba en la camioneta y me agaché para despedirme de Malaika; nos miramos de nuevo como al principio pero con una confianza implícita que nos permitió un abrazo, al separarnos le estiré mi mano y ella la apretó fuerte con sus largos, pequeños y delgados dedos y mientras agitábamos los brazos de arriba abajo, con las miradas fijas, le dije: “mwen kontàn pou konnen ou”, a lo que ella respondió con un bailecito de lado a lado que hacía mover su vestido, que ella también estaba contenta de conocerme a mi.
La camioneta arrancó y el portón se cerró a nuestras espaldas. Entre salto y salto, nos fuimos acercando de nuevo a la autopista, atrás dejábamos el silencioso y pausado barrio; un movimiento brusco nos adentró de nuevo en la ruta y después de varios minutos de bocinazos continuos y el motor acelerado, giramos a la izquiera y tomamos una de las avenidas principales que nos llevarían al centro de Puerto Príncipe. El cambio ahora se hizo más notorio, todo en la calle era más revolucionado, pasaban los vendedores con canastos llenos de botellas mojadas vendiendo agua o bebida al son de “dlo, dlo”; la gente se atravesaba en medio del tráfico, que ya comenzaba a volverse pesado y lo que nos hacía brincar adentro ya no era el estado de las calles sino el continuo frenar – arrancar por el blokis que ya se había armado.
Mi cabeza aún estaba paseándose por la escuela entre las conversaciones con Malaika, los vuelos de la pelota y el sonido del tambor, hasta que en un momento, sonó mi pitazo final: un niño de unos ocho años, se colgó del espejo retrovisor con la camioneta andando y rápidamente metió un poco la mano por la ventana y mientras pedía monedas, nos dijo “mwen gangou”; a la sonrisa de Malaika y su elegante vestido, así como el carnaval que era esta escuela para estos niños, se fue interponiendo este rostro de ojos grandes y mirada fija e incisiva que se clavó con toda la furia en el cajón de las contradicciones y preguntas que me retumbaban a diario ¿quién era yo para cuestionarle el hambre que me decía tener? ¿en dónde me metía la intrazable condición que un día me puse de no darle nunca dinero a un niño en un país en donde el 22% de los niños y niñas sufren desnutrición crónica?
Este relato habita en mi computadora desde hace seis años, y aunque el peso de estas preguntas y la mirada de aquel niño nunca dejaron de interpelarme, la constante –e insoportable- sensasión de que una parte de mi era inmune al dolor, nunca me permitió cerrarlo.
Solo hasta hoy que la rabia me desbordó los dedos, me senté a escribir de nuevo. Entendí que esa inmunidad de mi parte dormida e insoportablemente insensible no era otra cosa que el escudo que me permitía vivir en Colombia, mi país. Esa aparente insensibilidad albergaba en su fuero más interno una rabia y una tristeza que sólo impulsaban al movimiento que me llevó hasta Haití.
A septiembre del 2020 en Colombia se han perpetrado 65 masacres, dejando a su paso 260 personas asesinadas, entre las que se cuentan 14 adolescentes asesinados en una semana de agosto y 12 jóvenes en dos días de septiembre durante las protestas contra la brutalidad policial en Bogotá, sin contar los 9.594 niños y niñas afectadas, de enero a junio de este año, por algún evento en el marco del conflicto armado colombiano.
Al leer las noticias que, a decir verdad nunca dejaron de ser el pan de cada día desde hace más de 40 años, no puedo parar de ver en mi cabeza la misma mirada habida de exigencias y respuestas del niño que, en medio de un blokis, se colgó al espejo de la camioneta aquel caluroso jueves de junio de 2014 en Puerto Príncipe.
En mi mente aún están plasmados sus enormes ojos negros con la esclerótica roja, las pestañas rizadas y opacas y la mirada profunda, penetrante y tan filosa como el hambre que mostraba el tono de su voz y la agresividad con la que se colgó a ese espejo; una mirada que de un parpadeo me escudriñó hasta la más profunda de las contradicciones porque representa, con sus ojos inyectados en sangre, la desidia frente a la vida de niños y niñas que dejaron de serlo y nuestra inmovilidad ante su sufrimiento.
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Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Fotografías Diana Obagi