Un poco antes de quedar en embarazo ya resonaba con esta apuesta del parto humanizado
– ¿en qué momento se deshumanizó? -.
Soñé el momento de mi parto muchas veces. Un parto vaginal. Lo imaginé y lo construí en mi cabeza paso por paso. Me preparé de muchas maneras: devoré los libros de Michel Odent, oré, entrené, medité, calenté y acondicioné el nicho donde quería pasar la mayor parte del trabajo de parto, etc. Con el tiempo me consideré una experta en cuestiones médicas con respecto al parto y sus posibilidades: las distocias, la frecuencia de los tactos, la epidural, la oxitocina natural, la oxitocina sintética, la ruptura de membranas, los bebés enmantillados, la amniotomía, en fin… Además de esto, los derechos a los que podía acceder ya en la clínica: la posibilidad de entrar con mi balón de pilates, pedir que no me canalicen, tener la posibilidad de comer lo que quisiera, tener a mi acompañante al lado, evitar el baño de mi hija después del nacimiento, la hora dorada, otro etcétera.
Claro que tuve en cuenta que la cesárea podía ser una posibilidad, aunque tenía una confianza absoluta en que mi cuerpo iba a poder resistir al dolor. Lo máximo que me imaginaba era poder acceder a la epidural -anestesia que en ningún hospital de Nariño ofrecen por protocolos-. Siempre pensé que los entrenamientos físicos y mentales a los que me había sometido gracias al teatro por más de doce años se iban a ver concretados en ese momento. Sin quererlo me había entrenado para el momento de dar a luz a mi hija.
Accedí a un taller de parto humanizado en el que podía tener una hora -de manera virtual- con una doula para aclarar dudas. Cuando tenía 38 semanas de embarazo me encontré con ella, reafirmé mi deseo, aclaré temas de dosis de oxitocina y esperé. Semana 38, nada. Semana 39, nada. Semana 40, ni el asomo. Para esta última semana ya hacía monitoreos fetales cada dos días para revisar los latidos de la pequeña. En uno de estos, el ginecólogo me dijo que ya estaba a término y era necesario quedarme en la clínica, di mis argumentos para esperar una semana más, sin embargo, hicimos el monitoreo y la frecuencia de la bebé era muy plana. Nada de qué preocuparse, quizás estaba dormida. Aun así, decidí quedarme en el lugar e inducir el parto con oxitocina sintética al día siguiente.
Pasé la noche y no dejé de preguntarme por qué mi cuerpo no había empezado su trabajo de parto de manera orgánica. Pude esperar una semana más, incluso dos, pero decidí estar ahí porque la frecuencia cardiaca de mi hija estaba plana y podía ser una señal de alerta. Dormí muy poco esa noche, casi nada. A medio día empecé la inducción del parto con medicamento ¿Qué tan malo podía ser? La oxitocina iba a ayudar a generar las contracciones necesarias para el parto vaginal. Apenas me pusieron el medicamento cerré los ojos, mi madre me besó en la frente y empecé a hacer movimientos circulares encima del balón.
Una hora, nada. Tres horas, nada. Seis horas, nada de nada. Paramos el tratamiento para que el cuerpo descansara, retomaríamos la mañana siguiente y así fue. Pasó todo el segundo día hasta las 6:00 pm y de vez en cuando venía una que otra contracción sin dolor. En dos días había dilatado apenas dos centímetros.
Otra noche, aunque esta fue más tranquila. Quizás en ese momento ya sabía cuál era el siguiente paso y si bien sentía angustia también me reía de mí misma. Entre la risa y la angustia decidí que Lía naciera por cesárea.
En esas dos noches de espera le escribí a la doula explicándole la situación, preguntándole cuál era su opinión sobre el concepto médico de inducir el parto sabiendo que una bebé puede esperar 41 o hasta 42 semanas en la barriga de su madre. Le expresé mis miedos y un poco la sensación de fracaso.
Al otro día, 8 de enero, entré a quirófano y mi hija, Lía, nació a las a las 12:05 del medio día.
Sentí dolor en todo el proceso de recuperación. No conocía un quirófano y nunca había pasado por una operación. Mis dolores físicos extremos habían sido la mordida de un perro y la fractura de mi radio izquierdo. Sin embargo, me llamó la atención cómo las otras mujeres que estaban en recuperación asumían su dolor. Las sentí tranquilas, viviendo segundo a segundo, y con paciencia, todo su proceso. Es que esto de dedicarse al drama termina tocando todos los tiempos de la vida.
Cuatro días después supe que la doula antes mencionada había publicado en su perfil de Instagram, pantallazos de toda nuestra conversación, ventilando las preguntas y los miedos que manifesté esas noches. Las publicaciones reducían el momento complejo de un parto a preguntas con respuestas de sí o no. “¿Te hubieras quedado en la clínica como lo hizo esta mujer?”, ¿Hubieras permitido que el equipo médico induzca tu parto sabiendo que podías esperar dos semanas más en casa?”.
Sentí rabia. Esa rabia nunca me llevó a pensar que la cesárea es la mejor manera de traer al mundo a un ser humano. Sin duda este procedimiento está demasiado institucionalizado en las clínicas y es nuestro deber deconstruir la práctica. Lo pensaba antes de mi embrazo, durante y después. Sin embargo, el tema no debería llevarnos a un lugar de disputa entre las que lo hicieron bien y las que lo hicieron mal, en las que lo lograron y en las que no, en las que fueron fuertes y en las que no lo fueron. Ninguna forma puede ser inquisidora. Además de esto, hay un presente del cuerpo en las últimas semanas de embarazo que escapan de toda racionalidad. El cansancio, el peso, la falta de movilidad, las agrieras estomacales y la inflamación pesaron mucho en mi decisión final.
Reconozco amorosamente la labor de las doulas y las parteras, admiro la bondad, belleza y conocimiento que emana de ellas para ayudar a la vida y considero que su presencia en los partos no debe tener restricciones y debe ser una labor pública. Lastimosamente su acompañamiento se realiza de manera privada y, según mis indagaciones, su costo oscila entre los cinco y diez millones de pesos. Esto si estás en un sector urbano en donde existe más de una clínica y por lo menos un hospital, porque si nos adentramos en la Colombia profunda donde la salud pública es paupérrima, las parteras hacen parte de las dinámicas culturales sin todo el esnobismo que les damos en las ciudades.
Agradecí la rabia que me llevó a pensar en esto que acabo de escribir. Asimismo, la agradecí porque me permitió tantear el camino de los consensos con mi hija y con la existencia. La situación no fue más que un abrebocas a lo que implica la maternidad y sus inesperadas contingencias. Ahora no soy solo yo. Es la otra. La vida se abre camino a como dé lugar.
Bajo Licencia Creative Commons / Publicado originalmente en EspacioPotenta.com / Ilustración: Laura Ortiz Gómez.